La palabra...
Estás encerrado, supongamos, penando tus penares, tus penas de verdad, penas del dolor y del horror, y también las otras, tus penas tontas y tantas: estás condenado, supongamos, a pena perpetua, prisionero de la tristeza en celda solitaria, incomunicado y sin visita. Y de pronto, supongamos, aparece una pulga, inesperada, que se pone a practicar piruetas de circo en la palma de tu mano. Una pulga: una palabra. Una palabrita, que llega sin aviso, y juega.
Robert Hass cuenta la historia de un amigo. Él sólo tenía cenizas en el pecho, y una noche decidió que ya no daba más. Subió al puente de San Francisco y trepó por los fierros, para arrojarse a las aguas de la bahía. Y ya iba a tirarse, cuando una palabra apareció, traída por los aires marinos o por quién sabe quién. Era la palabra seafood, que a primera vista nada tiene de raro ni de cómico, pero al amigo de Robert Hass esa palabra le sonó ridícula, y él se detuvo a pensar en lo ridícula que era. En eso estuvo, mientras pasaban los segundos, los minutos. Cuando se quiso acordar, ya había perdido las ganas de suicidarse, y se volvió a la casa. La casa estaba vacía, nadie lo esperaba, pero él estaba vivo.
Pienso en las palabras que podrían salvarme, llegado el caso. A mí, o a otros. Podrían salvar muchas vidas, me parece, se me ocurre, si llegaran a tiempo, palabras como cacofónico, paralelepípedo, chinchulín, pluscuamperfecto, pusilánime…